“Se podía pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber
encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero también la
gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte. Necesitaban a
Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más
tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más imprescindible se hacía, tan
imprescindible que todos temían que algún día pudiera marcharse.
De ahí viene
que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre se veía a alguien sentado con
ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la
mandaba buscar. Y a quien todavía no se había dado cuenta de que la necesitaba,
le decían los demás: — ¡Vete con Momo!
Estas palabras se convirtieron en una
frase hecha entre la gente de las cercanías. Igual que se dice: “¡Buena
suerte!”, o “¡Que aproveche!”, o “¡Y qué sé yo!”, se decía, en toda clase de
ocasiones: “¡Vete con Momo!”.
Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan
increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba
siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía
hacer juicios sabios y justos?
No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía
hacer nada de todo eso.
Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente
de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que
—ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?
No,
tampoco era eso.
¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se
pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones?
¿Sabía leer en las
líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?
Nada de eso. Lo
que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era
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