La escena es en una posada de Alcalá de
Henares.
El teatro representa una sala de paso con cuatro
puertas de habitaciones para huéspedes, numeradas todas. Una más
grande en el foro, con escalera que conduce al piso bajo de la casa. Ventana de
antepecho a un lado. Una mesa en medio, con banco, sillas, etc.
La acción empieza a las siete de la tarde
y acaba a las cinco de la mañana siguiente.
Escena VIII
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DON DIEGO,
DOÑA FRANCISCA.
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DON DIEGO.-
¿Usted no habrá dormido
bien esta noche?
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DOÑA FRANCISCA.-
No, señor. ¿Y usted?
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DON DIEGO.-
Tampoco.
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DOÑA FRANCISCA.-
Ha hecho demasiado calor.
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DON DIEGO.-
¿Está usted
desazonada?
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DOÑA FRANCISCA.-
Alguna cosa.
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DON DIEGO.-
¿Qué siente usted?
(Siéntase junto a
DOÑA FRANCISCA.)
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DOÑA FRANCISCA.-
No es nada... Así un poco de...
Nada... no tengo nada.
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DON DIEGO.-
Algo será, porque la veo a
usted muy abatida, llorosa, inquieta... ¿Qué tiene usted,
Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?
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DOÑA FRANCISCA.-
Sí, señor.
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DON DIEGO.-
Pues ¿por qué no hace
usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no
tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?
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DOÑA FRANCISCA.-
Ya lo sé.
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DON DIEGO.-
¿Pues cómo, sabiendo que
tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?
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DOÑA FRANCISCA.-
Porque eso mismo me obliga a
callar.
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DON DIEGO.-
Eso quiere decir que tal vez soy yo la
causa de su pesadumbre de usted.
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DOÑA FRANCISCA.-
No, señor; usted en nada me ha
ofendido... No es de usted de quien yo me debo quejar.
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DON DIEGO.-
Pues ¿de quién, hija
mía?... Venga usted acá...
(Acércase más.)
Hablemos siquiera una vez sin rodeos ni disimulación... Dígame
usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este
casamiento que se la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a
usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo?
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DOÑA FRANCISCA.-
Ni con otro.
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DON DIEGO.-
¿Será posible que usted
no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la
corresponda como usted merece?
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DOÑA FRANCISCA.-
No, señor; no,
señor.
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DON DIEGO.-
Mírelo usted bien.
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DOÑA FRANCISCA.-
¿No le digo a usted que no?
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DON DIEGO.-
¿Y he de creer, por dicha, que
conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que
prefiera la austeridad del convento a una vida más...?
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DOÑA FRANCISCA.-
Tampoco; no señor... Nunca he
pensado así.
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DON DIEGO.-
No tengo empeño de saber
más... Pero de todo lo que acabo de oír resulta una
gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado
religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de
mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa
casarse con otro, ni debo recelar que nadie dispute su mano... Pues
¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa
tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en
términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las
señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa
conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la
alegría y el amor?
(Vase iluminando lentamente la escena,
suponiendo que viene la luz del día.)
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DOÑA FRANCISCA.-
Y ¿qué motivos le he
dado a usted para tales desconfianzas?
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DON DIEGO.-
¿Pues qué? Si yo
prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra
unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso
de...
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DOÑA FRANCISCA.-
Haré lo que mi madre me manda,
y me casaré con usted.
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DON DIEGO.-
¿Y después, Paquita?
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DOÑA FRANCISCA.-
Después... y mientras me dure
la vida, seré mujer de bien.
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DON DIEGO.-
Eso no lo puedo yo dudar... Pero si
usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y
su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan
algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de
lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una
impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su
suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
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DOÑA FRANCISCA.-
¡Dichas para mí!... Ya se
acabaron.
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DON DIEGO.-
¿Por qué?
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DOÑA FRANCISCA.-
Nunca diré por qué.
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DON DIEGO.-
Pero ¡qué obstinado,
qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no
estoy ignorante de lo que hay.
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DOÑA FRANCISCA.-
Si usted lo ignora, señor Don
Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo
pregunte.
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DON DIEGO.-
Bien está. Una vez que no hay
nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son
voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será
usted mi mujer.
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DOÑA FRANCISCA.-
Y daré gusto a mi madre.
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DON DIEGO.-
Y vivirá usted infeliz.
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DOÑA FRANCISCA.-
Ya lo sé.
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DON DIEGO.-
Ve aquí los frutos de la
educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña:
enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con
una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven
instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento,
la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o
en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se
las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal
que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a
pronunciar, cuando se lo mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen
de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente
educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de
un esclavo.
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DOÑA FRANCISCA.-
Es verdad... Todo eso es cierto... Eso
exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da... Pero el
motivo de mi aflicción es mucho mas grande.
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DON DIEGO.-
Sea cual fuere, hija mía, es
menester que usted se anime... Si la ve a usted su madre de esa manera,
¿qué ha de decir?... Mire usted que ya parece que se ha
levantado.
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DOÑA FRANCISCA.-
¡Dios mío!
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DON DIEGO.-
Sí, Paquita; conviene mucho que
usted vuelva un poco sobre sí... No abandonarse tanto... Confianza en
Dios... Vamos, que no siempre nuestras desgracias son tan grandes como la
imaginación las pinta... ¡Mire usted qué desorden
éste! ¡Qué agitación! ¡Qué
lágrimas! Vaya, ¿me da usted palabra de presentarse
así..., con cierta serenidad y...? ¿Eh?
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DOÑA FRANCISCA.-
Y usted, señor... Bien sabe
usted el genio de mi madre. Si usted no me defiende, ¿a quién he
de volver los ojos? ¿Quién tendrá compasión de esta
desdichada?
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DON DIEGO.-
Su buen amigo de usted... Yo...
¿Cómo es posible que yo la abandonase... ¡criatura!..., en
la situación dolorosa en que la veo?
(Asiéndola de las
manos.)
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DOÑA FRANCISCA.-
¿De veras?
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DON DIEGO.-
Mal conoce usted mi
corazón.
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DOÑA FRANCISCA.-
Bien le conozco.
(Quiere arrodillarse;
DON DIEGO se lo estorba, y ambos se
levantan.)
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DON DIEGO.-
¿Qué hace usted,
niña?
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DOÑA FRANCISCA.-
Yo no sé... ¡Qué
poco merece toda esa bondad una mujer tan ingrata para con usted!... No,
ingrata no; infeliz... ¡Ay, qué infeliz soy, señor Don
Diego!
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DON DIEGO.-
Yo bien sé que usted agradece
como puede el amor que la tengo... Lo demás todo ha sido...
¿qué sé yo?..., una equivocación mía, y no
otra cosa... Pero usted, ¡inocente! usted no ha tenido la culpa.
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DOÑA FRANCISCA.-
Vamos... ¿No viene usted?
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DON DIEGO.-
Ahora no, Paquita. Dentro de un rato
iré por allá.
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DOÑA FRANCISCA.-
Vaya usted presto.
(Encaminándose al cuarto de
DOÑA IRENE, vuelve y se despide de
DON DIEGO besándole las manos.)
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DON DIEGO.-
Sí, presto iré.
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PERSONAJES
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DON DIEGO. |
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DON CARLOS. |
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DOÑA IRENE. |
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DOÑA FRANCISCA. |
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RITA. |
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SIMÓN. |
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CALAMOCHA. |
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Escena IV
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DON DIEGO.-
¿Y a quién debo culpar?
(Apoyándose en el respaldo de una
silla.) ¿Es ella la delincuente, o su madre, o sus tías,
o yo?... ¿Sobre quién... sobre quién ha de caer esta
cólera, que por más que lo procuro no la sé reprimir?...
¡La naturaleza la hizo tan amable a mis ojos!... ¡Qué
esperanzas tan halagüeñas concebí! ¡Qué
felicidades me prometía!... ¡Celos!... ¿Yo?... ¡En
qué edad tengo celos!... Vergüenza es... Pero esta inquietud que yo
siento, esta indignación, estos deseos de venganza, ¿de
qué provienen? ¿Cómo he de llamarlos? Otra vez parece
que...
(Advirtiendo que suena el ruido en la
puerta del cuarto de
DOÑA FRANCISCA, se retira a un extremo del
teatro.) Sí.
Carta VI Del mismo al mismo El atraso de las ciencias en España en este siglo, ¿quién puede dudar que procede de la falta de protección que hallan sus profesores? Hay cochero en Madrid que gana trescientos pesos duros, y cocinero que funda mayorazgos; pero no hay quien no sepa que se ha de morir de hambre como se entregue a las ciencias, exceptuadas las de pane lucrando que son las únicas que dan de comer. Los pocos que cultivan las otras, son como aventureros voluntarios de los ejércitos, que no llevan paga y se exponen más. Es un gusto oírles hablar de matemáticas, física moderna, historia natural, derecho de gentes, y antigüedades, y letras humanas, a veces con más recato que si hiciesen moneda falsa. Viven en la oscuridad y mueren como vivieron, tenidos por sabios superficiales en el concepto de los que saben poner setenta y siete silogismos seguidos sobre si los cielos son fluidos o sólidos. Hablando pocos días ha con un sabio escolástico de los más condecorados en su carrera, le oí esta expresión, con motivo de haberse nombrado en la conversación a un sujeto excelente en matemáticas: «Sí, en su país se aplican muchos a esas cosillas, como matemáticas, lenguas orientales, física, derecho de gentes y otras semejantes». Pero yo te aseguro, Ben-Beley, que si señalasen premios para los profesores, premios de honor, o de interés, o de ambos, ¿qué progresos no harían? Si hubiese siquiera quien los protegiese, se esmerarían sin más estímulo; pero no hay protectores. Tan persuadido está mi amigo de esta verdad, que hablando de esto me dijo: «En otros tiempos, allá cuando me imaginaba que era útil y glorioso dejar fama en el mundo, trabajé una obra sobre varias partes de la literatura que había cultivado, aunque con más amor que buen suceso. Quise que saliese bajo la sombra de algún poderoso, como es natural a todo autor principiante. Oí a un magnate decir que todos los autores eran locos; a otro, que las dedicatorias eran estafas; a otro, que renegaba del que inventó el papel; otro se burlaba de los hombres que se imaginaban saber algo; otro me insinuó que la obra que le sería más acepta, sería la letra de una tonadilla; otro me dijo que me viera con un criado suyo para tratar esta materia; otro ni me quiso hablar; otro ni me quiso responder; otro ni quiso escucharme; y de resultas de todo esto, tomé la determinación de dedicar el fruto de mis desvelos al mozo que traía el agua a casa. Su nombre era Domingo, su patria Galicia, su oficio ya está dicho: conque recogí todos estos preciosos materiales para formar la dedicatoria de esta obra».
Y al decir estas palabras, sacó de la cartera unos cuadernillos, púsose los anteojos, acercose a la luz y, después de haber ojeado, empezó a leer: «Dedicatoria a Domingo de Domingos, aguador decano de la fuente del Ave María». Detúvose mi amigo un poco, y me dijo: -¡Mira qué Mecenas! Prosiguió leyendo: «Buen Domingo, arquea las cejas; ponte grave; tose; gargajea; toma un polvo con gravedad; bosteza con estrépito; tiéndete sobre este banco; empieza a roncar, mientras leo esta mi muy humilde, muy sincera y muy justa dedicatoria. ¿Qué? Te ríes y me dices que eres un pobre aguador, tonto, plebeyo y, por tanto, sujeto poco apto para proteger obras y autores. ¿Pues qué? ¿Te parece que para ser un Mecenas es preciso ser noble, rico y sabio? Mira, buen Domingo, a falta de otros tú eres excelente. ¿Quién me quitará que te llame, si quiero, más noble que Eneas, más guerrero que Alejandro, más rico que Creso, más hermoso que Narciso, más sabio que los siete de Grecia, y todos los mases que me vengan a la pluma? Nadie me lo puede impedir, sino la verdad; y ésta, has de saber que no ata las manos a los escritores, antes suelen ellos atacarla a ella, y cortarla las piernas, y sacarla los ojos, y taparla la boca. Admite, pues, este obsequio literario: sepa la posteridad que Domingo de Domingos, de inmemorial genealogía, aguador de las más famosas fuentes de Madrid, ha sido, es y será el único patrón, protector y favorecedor de esta obra. «¡Generaciones futuras!, ¡familias de venideros siglos!, ¡gentes extrañas!, ¡naciones no conocidas!, ¡mundos aún no descubiertos! Venerad esta obra, no por su mérito, harto pequeño y trivial, sino por el sublime, ilustre, excelente, egregio, encumbrado y nunca bastantemente aplaudido nombre y título de mi Mecenas. »¡Tú, monstruo horrendo, envidia, furia tan bien pintada por Ovidio, que sólo está mejor retratada en la cara de algunos amigos míos! Muerde con tus mismos negros dientes tus maldicientes y rabiosos labios, y tu ponzoñosa y escandalosa lengua; vuelva a tu pecho infernal la envenenada saliva que iba a dar horrorosos movimientos a tu maldiciente boca, más horrenda que la del infierno, pues ésta sólo es temible a los malvados y la tuya aún lo es más a los buenos. »Perdona, Domingo, esta bocanada de cosas, que me inspira la alta dicha de tu favor. Pero ¿quién en la rueda de la fortuna no se envanece en lo alto de ella? ¿Quién no se hincha con el soplo lisonjero de la suerte? ¿Quién desde la cumbre de la prosperidad no se juzga superior a los que poco antes se hallaban en el mismo horizonte? Tú, tú mismo, a quien contemplo mayor que muchos héroes de los que no son aguadores, ¿no te sientes el corazón lleno de una noble presunción cuando llegas con tu cántaro a la fuente y todos te hacen lugar? ¡Con qué generoso fuego he visto brillar tus ojos cuando recibes este obsequio de tus compañeros, compañeros dignísimos, obsequio que tanto mereces por tus canas nacidas en subir y bajar las escaleras de mi casa y otras! ¡Ay de aquel que se resistiera! ¡Qué cantarazo llevara! Si todos se te rebelaran, a todos aterrarías con tu cántaro y puño, como Júpiter a los Gigantes con sus rayos y centellas. A los filósofos parecería exceso ridículo de orgullo esta amenaza (y la de otros héroes de esta clase); pero ¿quiénes son los filósofos? Unos hombres rectos y amantes de las ciencias, que quisieron hacer a todos los hombres odiar las necedades; que tienen la lengua unísona con el corazón y otras ridiculeces semejantes. Vuélvanse, pues, los filósofos a sus guardillas, y dejen rodar la bola del mundo por esos aires de Dios, de modo que a fuerza de dar vueltas se desvanezcan las pocas cabezas que aún se mantienen firmes y todo el mundo se convierta en un espacioso hospital de locos». Carta VII Del mismo al mismo En el imperio de Marruecos todos somos igualmente despreciables en el concepto del emperador y despreciados en el de la plebe, siendo muy accidental la distinción de uno o otro individuo para él mismo, y de ninguna esperanza para sus hijos; pero en Europa son varias las clases de vasallos en el dominio de cada monarca. La primera consta de hombres que poseen inmensas riquezas de sus padres y dejan por el mismo motivo a sus hijos considerables bienes. Ciertos empleos se dan a éstos solos, y gozan con más inmediación el favor del soberano. A esta jerarquía sigue otra de nobles menos condecorados y poderosos. Su mucho número llena los empleos de las tropas, armadas, tribunales, magistraturas y otros, que en el gobierno monárquico no suelen darse a los plebeyos, sino por algún mérito sobresaliente. Entre nosotros, siendo todos iguales, y poco duraderas las dignidades y posesiones, no se necesita diferencia en el modo de criar los hijos; pero en Europa la educación de la juventud debe mirarse como objeto de la primera importancia. El que nace en la ínfima clase de las tres, y que ha de pasar su vida en ella, no necesita estudios, sino saber el oficio de su padre en los términos en que se lo ve ejercer. El de la segunda ya necesita otra educación para desempeñar los empleos que ha de ocupar con el tiempo. Los de la primera se ven precisados a esto mismo con más fuerte obligación, porque a los 25 años, o antes, han de gobernar sus estados, que son muy vastos, disponer de inmensas rentas, mandar cuerpos militares, concurrir con los embajadores, frecuentar el palacio y ser el dechado de los de la segunda clase. Esta teoría no siempre se verifica con la exactitud que se necesita. En este siglo se nota alguna falta de esto en España. Entre risa y llanto me contó Nuño un lance que parece de novela, en que se halló, y que prueba la viveza de los talentos de la juventud española, singularmente en algunas provincias; pero antes de contármelo, puso el preludio siguiente: -Días ha que vivo en el mundo como si me hallara fuera de él. En este supuesto, no sé a cuántos estamos de educación pública; y lo que es más, tampoco quiero saberlo. Cuando yo era capitán de infantería, me hallaba en frecuentes concursos de gentes de todas clases: noté esta misma desgracia y, queriendo remediarla en mis hijos, si Dios me los daba, leí, oí, medité y hablé mucho sobre esta materia. Hallé diferentes pareceres: unos sobre que convenía tal educación, otros sobre que convenía tal otra, y también alguno sobre que no convenía ninguna. Pero me acuerdo que yendo a Cádiz, donde se hallaba mi regimiento de guarnición, me extravié y me perdí en un monte. Iba anocheciendo, cuando me encontré con un caballerete de hasta 22 años, de buen porte y presencia. Llevaba un arrogante caballo, sus dos pistolas primorosas, calzón y ajustador de ante con muchas docenas de botones de plata, el pelo dentro de una redecilla blanca, capa de verano caída sobre el anca del caballo, sombrero blanco finísimo y pañuelo de seda morado al cuello. Nos saludamos, como es regular, y preguntándole por el camino de tal parte, me respondió que estaba lejos de allí; que la noche ya estaba encima y dispuesta a tronar; que el monte no era muy seguro; que mi caballo estaba cansado; y que, en vista de todo esto, me aconsejaba y suplicaba que fuese con él a un cortijo de su abuelo, que estaba a media legua corta. Lo dijo todo con tanta franqueza y agasajo, y lo instó con tanto empeño, que acepté la oferta. La conversación cayó, según costumbre, sobre el tiempo y cosas semejantes; pero en ella manifestaba el mozo una luz natural clarísima con varias salidas de viveza y feliz penetración, lo cual, junto con una voz muy agradable y gusto muy proporcionado, mostraba en él todos los requisitos naturales de un perfecto orador; pero de los artificiales, esto es, de los que enseña el arte por medio del estudio, no se hallaba uno siquiera. Salimos ya del monte cuando, no pudiendo menos de notar lo hermoso de los troncos que acabábamos de ver, le pregunté si cortaban de aquella madera para construcción de navíos. -¿Qué sé yo de eso? -me respondió con presteza-. Para eso, mi tío el comendador. En todo el día no habla sino de navíos, brulotes, fragatas y galeras. ¡Válgame Dios, y qué pesado está el buen caballero! ¡Poquitas veces hemos oído de su boca, algo trémula por sobra de años y falta de dientes, la batalla de Tolón, la toma de los navíos La Princesa y El Glorioso, la colocación de los navíos de Leso en Cartagena! Tengo la cabeza llena de almirantes holandeses e ingleses. Por cuanto hay en el mundo dejará de rezar todas las noches a San Telmo por los navegantes; y luego entra un gran parladillo sobre los peligros de la mar al que se sigue otro sobre la pérdida de toda una flota entera, no sé qué año, en que se escapó el buen señor nadando, y luego una digresión muy natural y bien traída sobre lo útil que es el saber nadar. Desde que tengo uso de razón no lo he visto corresponderse por escrito con otro que con el marqués de la Victoria, ni le he conocido más pesadumbre que la que tuvo cuando supo la muerte de don Jorge Juan. El otro día estábamos muy descuidados comiendo, y, al dar el reloj las tres, dio una gran palmada en la mesa, que hubo de romperla o romperse las manos, y dijo, no sin muchísima cólera: -A esta hora fue cuando se llegó a nosotros, que íbamos en el navío La Princesa, el tercer navío inglés; y a fe que era muy hermoso: era de noventa cañones. ¡Y qué velero! De eso no he visto. Lo mandaba un señor oficial. Si no por él, los otros dos no hubiéramos contado el lance. Pero, ¿qué se ha de hacer? ¡Tantos a uno!-. Y en esto le asaltó la gota que padece días ha, y que nos valió un poco de descanso, porque si no, tenía traza de irnos contando de uno en uno todos los lances de mar que ha habido en el mundo desde el arca de Noé. Cesó por un rato el mozalbete la murmuración contra un tío tan venerable, según lo que él mismo contaba; y al entrar en un campo muy llano, con dos lugarcitos que se descubrían a corta distancia el uno del otro: -¡Bravo campo -dije yo- para disponer setenta mil hombres en batalla!- Con ésas a mi primo el cadete de Guardias -respondió el otro con igual desembarazo. Sabe cuántas batallas se han dado desde que los ángeles buenos derrotaron a los malos. Y no es lo más eso, sino que sabe también las que se perdieron, por qué se perdieron; las que se ganaron, por qué se ganaron; y por qué quedaron indecisas las que ni se ganaron ni se perdieron. Ya lleva gastados no sé cuántos doblones en instrumentos de matemáticas, y tiene un baúl lleno de unos planos, que él llama, y son unas estampas feas que ni tienen caras ni cuerpos. Procuré no hablarle más de ejército que de marina, y sólo le dije: -No será lejos de aquí la batalla que se dio en tiempo de don Rodrigo y fue tan costosa como nos dice la historia. -¡Historia! -dijo-. Me alegrara que estuviera aquí mi hermano el canónigo de Sevilla; yo no la he aprendido, porque Dios me ha dado en él una biblioteca viva de todas las historias del mudo. Es mozo que sabe de qué color era el vestido que llevaba puesto el rey don Fernando cuando tomó a Sevilla. Llegábamos ya cerca del cortijo, sin que el caballero me hubiese contestado a materia alguna de cuantas le toqué. Mi natural sinceridad me llevó a preguntarle cómo le habían educado, y me respondió: -A mi gusto, al de mi madre y al de mi abuelo, que era un señor muy anciano que me quería como a las niñas de sus ojos. Murió de cerca de cien años de edad. Había sido capitán de Lanzas de Carlos II, en cuyo palacio se había criado. Mi padre bien quería que yo estudiase, pero tuvo poca vida y autoridad para conseguirlo. Murió sin tener el gusto de verme escribir. Ya me había buscado un ayo, y la cosa iba de veras, cuando cierto accidentillo lo descompuso todo. -¿Cuáles fueron sus primeras lecciones? -preguntéle yo. -Ninguna -respondió el muchacho-; ya sabía yo leer un romance y tocar unas seguidillas; ¿para qué necesita más un caballero? Mi dómine bien quiso meterme en honduras, pero le fue muy mal y hubo de irle mucho peor. El caso fue que había yo concurrido con otros amigos a un encierro. Súpolo, y vino tras mí a oponerse a mi voluntad. Llegó precisamente a tiempo que los vaqueros me andaban enseñando cómo se toma la vara. No pudo traerle su desgracia a peor ocasión. A la segunda palabra que quiso hablar, le di un varazo tan fuerte en medio de la cabeza, que se la abrí en más cascos que una naranja; y gracias a que me contuve, porque mi primer pensamiento fue ponerle una vara lo mismo que a un toro de diez años; pero, por primera vez, me contenté con lo dicho. Todos gritaban: ¡Viva el señorito! Y hasta el tío Gregorio, que es hombre de pocas palabras, exclamó: -¡Lo ha hecho uzía como un ángel del cielo! -¿Quién es ese tío Gregorio? -preguntéle, atónito de que aprobase tal insolencia; y me respondió: -El tío Gregorio es un carnicero de la ciudad que suele acompañarnos a comer, fumar y jugar. ¡Poquito le queremos todos los caballeros de por acá! Con ocasión de irse mi primo Jaime María a Granada y yo a Sevilla, hubimos de sacar la espada sobre quién lo había de llevar; y en esto hubiera parado la cosa, si en aquel tiempo mismo no le hubiera prendido la justicia por no sé qué puñaladillas que dio en la feria y otras frioleras semejantes, que todo ello se compuso al mes de cárcel. Dándome cuenta del carácter del tío Gregorio y otros iguales personajes, llegamos al cortijo. Presentome a los que allí se hallaban, que eran amigos o parientes suyos de la misma edad, clase y crianza; se habían juntado para ir a una cacería; y esperando la hora competente, pasaban la noche jugando, cenando, cantando y hablando; para todo lo cual se hallaban muy bien provistos, porque habían concurrido algunas gitanas con sus venerables padres, dignos esposos y preciosos hijos. Allí tuve la dicha de conocer al señor tío Gregorio. A su voz ronca y hueca, patilla larga, vientre redondo, modales ásperas, frecuentes juramentos y trato familiar, se distinguía entre todos. Su oficio era hacer cigarros, dándolos ya encendidos de su boca a los caballeritos, atizar los velones, decir el nombre y mérito de cada gitana, llevar el compás con las palmas de las manos cuando bailaba alguno de sus más apasionados protectores, y brindar a sus saludes con medios cántaros de vino. Conociendo que venía cansado, me hicieron cenar luego y me llevaron a un cuarto algo apartado para dormir, destinando un mozo del cortijo que me llamase y condujese al camino. Contarte los dichos y hechos de aquella academia fuera imposible, o tal vez indecente; sólo diré que el humo de los cigarros, los gritos y palmadas del tío Gregorio, la bulla de todas las voces, el ruido de las castañuelas, lo destemplado de la guitarra, el chillido de las gitanas sobre cuál había de tocar el polo para que lo bailase Preciosilla, el ladrido de los perros y el desentono de los que cantaban, no me dejaron pegar los ojos en toda la noche. Llegada la hora de marchar, monté a caballo, diciéndome a mí mismo en voz baja: ¡Así se cría una juventud que pudiera ser tan útil si fuera la educación igual al talento! Y un hombre serio, que al parecer estaba de mal humor con aquel género de vida, oyéndome, me dijo con lágrimas en los ojos: -Sí, señor. Carta VIII Del mismo al mismo Lo extraño de la dedicatoria de mi amigo Nuño a su aguador Domingo y lo raro de su carácter, nacido de la variedad de cosas que por él han pasado, me hizo importunarle para que me enseñara la obra; pero en vano. Entablé otra pretensión, y fue que me dijese siquiera el asunto, ya que no me lo quería mostrar. Hícele varias preguntas. -¿Será de Filosofía? -No, por cierto -me respondió-. A fuerza de usarse esta voz, se ha gastado. Según la variedad de los hombres que llaman filósofos, ya no sé qué es Filosofía. No hay extravagancia que no se condecore con tan sublime nombre. -¿De Matemáticas? -Tampoco. Esto quiere un estudio muy seguido, y yo le abandoné desde los principios. Publicar en cuarto lo que otro en octavo, en pergamino lo que otros en pasta, o juntar un poco de éste y otro de aquél, se llama ser copista más o menos exacto, y no autor. Es engañar al público y ganar dinero que se vuelve materia de restitución. -¿De Jurisprudencia? -Menos. A medida que se han ido multiplicando los autores de esta facultad se ha ido oscureciendo la Justicia. A este paso, tan peligroso me parece cualquier nuevo escritor de leyes como el infractor de ellas. Tanto delito es comentarlas como quebrantarlas. Comentarios, glosas, interpretaciones, notas, etc., suelen ser otros tantos ardides de la guerra forense. Si por mí fuera, se debiera prohibir toda obra nueva sobre esta materia por el mismo hecho. -¿De Poesía? -Tampoco. El Parnaso produce flores que no deben cultivarse sino por manos de jóvenes. Las musas no sólo se apartan de las canas de la cabeza, sino hasta de las arrugas de la cara. Parece mal un viejo con guirnalda de mirtos y violetas, convidando a los ecos y a las aves a cantar los rigores o favores de Amarilis. -¿De Teología? -Por ningún término. Adoro la esencia de mi Criador; traten otros de sus atributos. Su magnificencia, su justicia, su bondad llenan mi alma de reverencia para adorarle, no mi pluma de orgullo para quererle penetrar. -¿De Estado? -No lo pretendo. Cada reino tiene sus leyes fundamentales, su constitución, su historia, sus tribunales, y conocimiento del carácter de sus pueblos, de sus fuerzas, clima, producto y alianza. De todo esto nace la ciencia de los estados. Estúdienla los que han de gobernar; yo nací para obedecer, y para esto basta amar a su rey y a su patria: dos cosas a que nadie me ha ganado hasta ahora. -¿Pues de qué tratas en tu obra? -insté yo, no sin alguna impaciencia-; algo de esto ha de ser. ¿Qué otro asunto puede haber digno de la aplicación y estudio? -No te canses, respondió. Mi obra no era más que un diccionario castellano en que se distinguiese el sentido primitivo de cada voz y el abusivo que le han dado los hombres en el trato. O inventar un idioma nuevo, o volver a fundir el viejo, porque ya no sirve. Aún conservo en la memoria la advertencia preliminar que enseña el verdadero uso de mi diccionario; y decía así, sobre palabra más o menos: «Advertencia preliminar sobre el uso de este nuevo diccionario castellano. Presento al lector un nuevo diccionario, diferente de todos los que se conocen hasta ahora. En él no me empeño en poner mil voces más o menos que en otro; ni en averiguar si una palabra es de Solís, o de Saavedra, o de Cervantes, o de Mariana, o de Juan de Mena, o de Alonso el de las Partidas; ni en saber si ésta o la otra voz viene del arábigo, del latín, del cántabro, del fenicio, del cartaginés; ni en decir si tal término está ya anticuado, o es corriente; o nuevamente admitido; o si tal expresión es baja, media o sublime; o si es prosaica o si es poética. No emprendo trabajo alguno de éstos, sino otro menos lucido para mí, pero más útil para todos mis hermanos los hombres. Mi ánimo es el publicar lisa y llanamente el sentido primitivo, genuino y real de cada voz, y el abuso que de ella se ha hecho, o sea, su sentido abusivo en el trato civil. -¿Y para qué se toma ese trabajo? -me dice un señorito, mirándose los encajes de la vuelta. -Para que nadie se engañe -respondí yo, mirándole cara a cara-, como yo me he engañado, por creer que los verbos amar, servir, favorecer, estimar y otros tales no tienen más que un sentido, siendo así que tienen tantos que no hay guarismo que alcance. ¿Adónde habrá paciencia para que un pobre como yo, por ejemplo, se despida de su familia, deje su lugar, se venga a Madrid, se esté años y más años, gaste su hacienda, suba y baje escaleras, haga plantones, abrace pajes, salude porteros, pase enfermedades, y al cabo se vuelva peor de lo que vino? Y todo porque no entendió el verdadero sentido de unas cuantas cláusulas que leyó en una carta recibida por Pascuas, sino que se tomó al pie de la letra aquello de «celebraré que nos veamos cuanto antes por acá, pues el particular conocimiento que en la corte tenemos de sus apreciables circunstancias, largo mérito, servicio de sus antepasados y aptitud para el desempeño de cualquier encargo, serían justos motivos de complacerle en las pretensiones que quisiese entablar, concurriendo en mí otras y mayores obligaciones de servirle, por los particulares favores que debí a sus señores padres (que santa gloria hayan) y los enlaces de mi casa con la de Vm., cuya vida, en compañía de su esposa y mi señora, guarde Dios muchos y felices años como deseo y pido. Madrid, tantos de tal mes, etc». Y luego, más abajo: «B. L. M. de Vm. su más rendido servidor y apasionado amigo, que verle desea, Fulano de Tal». »Para desengaño, pues, de los pocos tontos que aún quedan en el mundo, capaces de creer que significan algo estas expresiones, compuse este caritativo diccionario, con el fin de que no sólo no se dejen llevar del sentido dañoso del idioma, sino que con esta ayuda y
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